Yo fui educado a la antigua, y nunca creí que me fueran a ordenar un día que matara a una mujer. A las mujeres no se las toca, no se les pega, no se les hace daño físico y el verbal se les evita al máximo, a esto último ellas no corresponden. Es más, se las protege y respeta y se les cede el paso, se las escuda y ayuda si llevan un niño en su vientre o en brazos o en un cochecito, les ofrece uno su asiento en el autobús y en el metro, incluso se las resguarda al andar por la calle alejándolas del tráfico o de lo que se arrojaba desde los balcones en otros tiempos, y si un barco zozobra y amenaza con irse a pique, los botes son para ellas y para sus vástagos pequeños (que les pertenecen más que a los hombres), al menos las primeras plazas. Cuando se va a fusilar en masa, a veces se les perdona la vida y se las aparta; se las deja sin maridos, sin padres, sin hermanos y aun sin hijos adolescentes ni por supuesto adultos, pero a ellas se les permite seguir viviendo enloquecidas de dolor como a espectros sufrientes, que sin embargo cumplen años y envejecen, encadenados al recuerdo de la pérdida de su mundo. Se convierten en depositarias de la memoria por fuerza, son las únicas que quedan cuando parece que no queda nadie, y las únicas que cuentan lo habido.
Bueno, todo esto me enseñaron de niño y todo esto era antes, y no siempre ni a rajatabla. Era antes y en la teoría, no en la práctica. Al fin y al cabo, en 1793 se guillotinó a una Reina de Francia, y con anterioridad se quemó a incontables acusadas de brujería y a la soldado Juana de Arco, por no poner más que un par de ejemplos que todos conocen.
Sí, claro que siempre se ha matado a mujeres, pero era algo a contracorriente y que en muchas ocasiones daba reparo, no es seguro si a Ana Bolena se le concedió el privilegio de sucumbir a una espada y no a una tosca y chapucera hacha, ni tampoco en la hoguera, por ser mujer o por ser Reina, por ser joven o por ser hermosa, hermosa para la época y según los relatos, y los relatos jamás son fiables, ni siquiera los de testigos directos, que ven u oyen turbiamente y se equivocan o mienten. En los grabados de su ejecución aparece de rodillas como si estuviera rezando, con el tronco erguido y la cabeza alta; de habérsele aplicado el hacha tendría que haber apoyado el mentón o la mejilla en el tajo y haber adoptado una postura más vejatoria y más incómoda, haberse tirado por los suelos, como quien dice, y haber ofrecido una visión más prominente de sus posaderas a quienes desde su ángulo se las encontraran de frente. Curioso que se tuviera en cuenta la comodidad o compostura de su último instante en el mundo, y aun el garbo y el decoro, qué más daría todo eso para quien ya era inminente cadáver y estaba a punto de desaparecer de la tierra bajo la tierra, en dos pedazos. También se ve, en esas representaciones, al ‘espada’ de Calais, así llamado en los textos para diferenciarlo de un vulgar verdugo —traído ex profeso por su gran destreza y quizá a petición de la propia Reina—, siempre a su espalda y oculto a su vista, nunca delante, como si se hubiese acordado o decidido que la mujer se ahorrara ver venir el golpe, la trayectoria del arma pesada que sin embargo avanza veloz e imparable, como un silbido una vez que se emite o como una ráfaga de viento fuerte (en un par de imágenes ella lleva los ojos vendados, pero no en la mayoría); que ignorara el momento preciso en que su cabeza quedaría cortada de un solo mandoble limpio, y caída en la tarima boca arriba o boca abajo o de lado, de pie o de coronilla, quién sabía, desde luego ella no lo sabría jamás; que el movimiento la pillara por sorpresa, si es que puede haber sorpresa cuando uno sabe a lo que ha venido y por qué está de rodillas y sin manto a las ocho de la mañana de un día inglés de aún frío mayo. Está de rodillas, justamente, para facilitarle la tarea al verdugo y no poner su habilidad en entredicho: había hecho el favor de cruzar el Canal y de prestarse, y a lo mejor no era muy alto. Al parecer, Ana Bolena había insistido en que con una espada bastaba, ya que su cuello era fino. Debió de rodeárselo con las manos más de una vez, a modo de prueba.
Incipit di Tomás Nevinson di Javier Marías
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